viernes, 17 de julio de 2015

Carta a una señorita en París de Julio Cortázar

Carta a una señorita en París

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! ¡Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.







lunes, 13 de julio de 2015

Campaña de sensibilización por Edna Murillo


















Texto de Umberto Eco "Apocalípticos e Integrados"



Apocalítpticos e integrados
Umberto Eco

Es profundamente injusto encasillar las actitudes humanas -con todas sus variedades y todos sus matices- en dos conceptos genéricos y polémicos como son «apocalíptico» e «integrado». Ciertas cosas se hacen porque la intitulación de un libro tiene sus exigencias; y ciertas cosas se hacen también porque, si se quiere anteponer una exposición preliminar a los ensayos que siguen, se impondrá necesariamente la identificación de algunas líneas metodológicas generales: y para definir aquello que no se quisiera hacer, resulta cómodo tipificar en extremo una serie de elecciones culturales, que naturalmente se prestan a ser analizadas con mayor concreción y serenidad. Por otra parte, reprochamos precisamente a los que definimos como apocalípticos o como integrados el hecho de haber difundido igual cantidad de conceptos genéricos -«conceptos fetiche»- y de haberlos utilizado en polémicas estériles o en operaciones mercantiles de las que diariamente todos nos nutrimos.

Tanto es así que, para definir la naturaleza de estos ensayos y para hacernos comprender en principio por el lector, también nosotros nos hemos visto obligados a utilizar un concepto genérico y ambiguo como el de «cultura de masas». Tan genérico, ambiguo e impropio, que a él se debe precisamente el desarrollo de los dos tipos de actitud contra los cuales (con no generosa pero indispensable actitud polémica) vamos a establecer debate.

Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre (Heráclito: « ¿Por qué queréis arrastrarme a todas partes oh ignorantes? Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada la multitud»), la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la «cultura de masas» no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura (último superviviente de la prehistoria, destinado a la extinción) no puede más que expresarse en términos de Apocalipsis.

En contraste, tenemos la reacción optimista del integrado. Dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader's Digest ponen hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos viviendo una época de ampliación del campo cultural, en que se realiza finalmente a un nivel extenso, con el concurso de los mejores, la circulación de un arte y una cultura «popular». Que esta cultura surja de lo bajo o sea confeccionada desde arriba para consumidores indefensos, es un problema que el integrado no se plantea. En parte es así porque, mientras los apocalípticos sobreviven precisamente elaborando teorías sobre la decadencia, los integrados raramente teorizan, sino que prefieren actuar, producir, emitir cotidianamente sus mensajes a todos los niveles. El Apocalipsis es una obsesión del dissenter, la integración es la realidad concreta de aquellos que no disienten. La imagen del Apocalipsis surge de la lectura de textos sobre la cultura de masas; la imagen de la integración emerge de la lectura de textos de la cultura de masas. Pero ¿hasta qué punto no nos hallamos ante dos vertientes de un mismo problema, y hasta qué punto los textos apocalípticos no representan el producto más sofisticado que se ofrece al consumo de masas? En tal caso, la fórmula «apocalípticos e integrados» no plantearía la oposición entre dos actitudes (y ambos términos no tendrían valor sustantivo) sino la predicación de dos adjetivos complementarios, adaptables a los mismos productores de una «crítica popular de la cultura popular».

El apocalíptico, en el fondo, consuela al lector, porque le deja entrever, sobre el trasfondo de la catástrofe, la existencia de una comunidad de «superhombres» capaces de elevarse, aunque sólo sea mediante el rechazo, por encima de la banalidad media. Llevado al límite, la comunidad reducidísima -y elegida- del que escribe y del que lee, «nosotros dos, tú y yo, los únicos que hemos comprendido y que estamos a salvo: los únicos que no somos masa». He empleado la expresión «superhombres», pensando en el origen nietzschiano (o pseudo­nietzschiano) de muchas de estas actitudes. Pero la he utilizado también con malicia, pensando en la malicia con que Gramsci insinuaba que el modelo del superhombre nietzschiano debía individualizarse en los héroes de la novela ochocentista de folletín, en el Conde de Montecristo, en Athos, en Rodolfo de Gerolstein o (generosa concesión) en Vautrin.

Si bien la relación parece peregrina, refleja el hecho de que siempre ha sido típico de la cultura de masas hacer fulgurar ante la vista de los lectores, a los que se pide una disciplinada «medianía», la posibilidad de que -dadas las condiciones existentes, y precisamente merced a ellas- pueda florecer un día, de la crisálida de cada uno de nosotros, un Übermensch. El precio a pagar consiste en que este Übermensch se ocupe de una infinidad de pequeños problemas, conservando al propio tiempo el orden fundamental de las cosas: es el pequeño vicio reformista del Rodolfo de Los misterios de París, y del ello no se habían dado cuenta sólo Marx y Engels sino también -en la misma época- Belinski y Poe, en dos reseñas que parecen seguir extrañamente las huellas de la polémica de la Sagrada Familia.

Creemos poder distinguir al Superhombre típico de la cultura de masas actual, el Superman de las historietas ilustradas, y creemos poder establecer que este héroe superdotado emplea sus fabulosas posibilidades de acción para realizar un ideal de absoluta pasividad, reenunciando a todo proyecto que no haya sido homologado previamente por los catadores del buen sentido oficial, convirtiéndose en ejemplo de una honrada conciencia ética, desprovista de toda dimensión política: Superman no aparcará nunca su coche en zona prohibida ni organizará nunca una revolución. Si recordamos bien, de los Übermenschen mencionados por Gramsci, el único dotado de conciencia política y que se propone alterar el orden de las cosas, es José Balsamo, de Dumas. Pero, cuidado, Balsamo, alias Cagliostro, que sólo utiliza sus múltiples vidas para acelerar los días de la Revolución francesa, empeñado en organizar sectas de iluminados y reuniones míticas de francmasones o en urdir tramas galantes para crear incomodidades a María Antonieta, olvida simplemente redactar la Enciclopedia o incitar a la toma de la Bastilla (dos hechos, uno de cultura de masas y el otro de organización de las masas).

Al otro lado de la barricada tenemos al superhombre propuesto por el crítico apocalíptico: superhombre que opone el rechazo y el silencio a la banalidad imperante, nutrido por la desconfianza total en cualquier acción que pueda modificar el orden de las cosas. Expuesta la superhumanidad como mito nostálgico (cuyas referencias históricas no se precisan), se formula aquí también, al fin y al cabo, una invitación a la pasividad. La integración, arrojada por la puerta, vuelve a entrar por la ventana.

Pero este mundo, que unos pretenden rechazar y otros aceptan e incrementan, no es un mundo para superhombres. Es también el nuestro. Nace con el acceso de las clases subalternas al disfrute de los bienes culturales y con la posibilidad de producir estos últimos mediante procedimientos industriales. El universo de las comunicaciones de masas –reconozcámoslo o no- es nuestro universo; y si queremos hablar de valores, las condiciones objetivas de las comunicaciones son aquellas aportadas por la existencia de periódicos, de la radio, de la televisión, de la música grabada y reproducible, de las nuevas formas de comunicación visual y auditiva. Nadie escapa a estas condiciones, ni siquiera el virtuoso que, indignado por la naturaleza inhumana de este universo de la información transmite su propia protesta a través de los canales de la comunicación de masa, en las columnas del periódico de gran tirada o en las páginas del folleto impreso en linotipia y distribuido en los quioscos de las estaciones.

Al tipo apocalíptico recalcitrante se deben algunos conceptos fetiche. Y los conceptos fetiche tienen la particularidad de obstaculizar el discurso, anquilosando el coloquio al convertirlo en un acto de reacción emotiva. Examinemos el concepto fetiche de industria cultural. Nada tan dispar a la idea de cultura (que implica un sutil y especial contacto de almas) como la de industria (que evoca montajes, reproducción en serie, circulación extensa y comercio de objetos convertido en mercancía). Evidentemente, el miniaturista medieval que confeccionaba las imágenes del libro de horas para su cliente se hallaba inmerso en una relación artesana: cada imagen, si por un lado remitía a un código de creencias y convenciones por otro iba dirigida al destinatario único, estableciendo con él una relación precisa. Pero en cuanto surge la posibilidad de imprimir xilográficamente páginas de una biblia reproducible en varios ejemplares, se produce un hecho nuevo. Una biblia que se reproduce en varias copias cuesta menos y puede llegar a más personas. ¿Una biblia que se vende a más personas, no será acaso una biblia menor? Y entonces se la llamará biblia pauperum. Por otra parte, el factor externo (capacidad de difusión y precio) influye también sobre la naturaleza del producto: el dibujo se adaptará a la comprensión de un público más vasto pero menos ilustrado. ¿No será más apropiado unir el dibujo al texto con un juego de compaginación que nos recuerda el cómic? La biblia pauperum comienza a sujetarse a una condición que alguien, siglos después atribuirá a los modernos medios de masas: la adecuación del gusto, y del lenguaje, a la capacidad receptiva media.

Posteriormente Gutenberg inventa los caracteres móviles, y nace el libro. Un objeto de serie que debe uniformar el propio lenguaje a las posibilidades receptivas de un público alfabetizado, que (merced precisamente al libro, y cada día en mayor medida) es más vasto que el del manuscrito. Y no sólo esto: el público, al crear un público, produce lectores que, a su vez, van a condicionarlo.

Véanse las primeras estampas populares del siglo XVI, que en un plano laico y sobre bases tipográficas más perfeccionadas desempeñan un papel semejante al de la biblia pauperum. Fueron estampadas por tipografías menores, a petición de libreros ambulantes y vendedores de feria para ser vendidas al pueblo en plaza y mercados. Epopeyas caballerescas, lamentaciones sobre hechos políticos o de crónica, sátiras, chascarrillos, burlas. Están mal impresas, a menudo no mencionan fecha y el lugar, porque ostentan ya la primera característica de la cultura de masas, ser efímeros. También del producto poseen la connotación primaria: ofrecen sentimientos y pasiones, amores y muerte presentados ya en función del efecto que deben producir. Los títulos de estas historias contienen ya asimismo su dosis de publicidad y el enjuiciamiento explícito sobre el hecho preanunciado, el consejo casi de cómo disfrutar de ellos. Danese Ugieri, obra hermosa y agradable de armas y de amores, impresa de nuevo y corregida con la muerte del gigante Mariotto que no se halla en las anteriores. Por no mencionar las imágenes, creadas a nivel de un estándar gracioso, pero fundamentalmente modestos, tendentes a la presentación de efectos violentos, como en los folletines y los cómics. Evidentemente, no se puede hablar de cultura de masas en el sentido en que hoy la entendemos: eran otras las circunstancias históricas, distinta la relación entre los productores de estas estampas y el pueblo, diferente la división entre cultura docta y cultura popular, pues cultura fue en el sentido etnológico de la expresión. Se vislumbra ya sin embargo que la reproducción en serie, y el hecho de que los clientes aumentasen en número y se ampliasen en cuanto a rango social, tendía una red de condiciones capaces de caracterizar a fondo estos librillos, y de crear un género propio con particular sentido de lo trágico, de lo heroico, de lo moral, de lo sagrado, del ridículo, adecuados al gusto y al ethos de un «consumidor medio», medio entre los bajos. Difundiendo entre el pueblo las normas de una moral oficial, esta literatura realizó una obra de pacificación y de control, favoreció la eclosión del humor y procuró en definitiva material de evasión. A fin de cuentas, sin embargo, sostuvo la existencia de una categoría popular de «literatos», y contribuyó a la alfabetización de su público.

Luego, se sucede la impresión de las primeras gacetas, y con el nacimiento del periódico, la relación entre condicionamiento externo y hecho cultural se precisa aún más. ¿Qué es un periódico sino un producto, formado por un número determinado de páginas, obligado a salir una vez al día, y en el que las cosas dichas no serán determinadas tan sólo por las cosas a decir (según una necesidad absolutamente interior), sino también por el hecho de que una vez al día deberá decir lo suficiente como para llenar esa cantidad de páginas? En este punto, nos hallamos ya de lleno en la industria cultural. Que se nos presenta como un sistema de condicionamientos con los que todo operador de cultura deberá contar, si quiere comunicarse con sus semejantes. Si desea realmente comunicarse con los hombres, porque ahora todos los hombres han pasado a ser sus semejantes, y el difusor de cultura ha dejado de ser el funcionario de un destinatario para convertirse en «funcionario de la humanidad». Ocupar una posición dialéctica, activa y cómplice, respecto a los condicionamientos de la industria cultural, se ha convertido para el operador de cultura en el único medio con el que poder cumplir su función.

No es casual la concomitancia entre civilización del periódico y civilización democrática, nacimiento de la igualdad política y civil, época de las revoluciones burguesas. Pero, por otra parte, no es tampoco casual que quien dirige a fondo y con coherencia la polémica contra la industria cultural, sitúe el mal no en la primera emisión de televisión, sino en la invención de la imprenta; y, con ella, en las ideologías del igualitarismo y de la soberanía popular. De hecho, el empleo indiscriminado de un concepto fetiche como el de «industria cultural» implica, en el fondo, la incapacidad misma de aceptar estos acontecimientos históricos, y -con ellos- la perspectiva de una humanidad capaz de operar sobre la historia.

Como han señalado Pierre Bourdieu y Claude Passeron "parece claro que la profecía «massmediatica» encuentra sus auténticas raíces no como quieren hacer creer, en el descubrimiento anticipado de nuevos poderes, sino en una visión pesimista del hombre, de este Antropos eterno, dividido entre Eros y Tanatos, y lanzado a definiciones negativas. Suspensos entre la nostalgia de un verde paraíso de civilizaciones infantiles y la esperanza desesperada de un mañana apocalíptico, los profetas en cuestión nos ofrecen la imagen desconcertante de una profecía balbuceante y al propio tiempo tronante, pues no sabe escoger entre el proclamado amor hacia las masas amenazadas por la catástrofe y el secreto amor por la propia catástrofe».

A partir del momento en que, por el contrario, la industria cultural es aceptada correctamente como un sistema de condicionamientos conexos a los fenómenos antes citados, el razonamiento escapa al terreno de las generalidades para articularse en los dos planos complementarios de la descripción analítica de los diversos fenómenos y de su interpretación en el contexto histórico en que aparecen. El sistema de la industria cultural extiende una red tal de condicionamientos recíprocos, que incluso la idea de cultura se ve afectada. Si la expresión «cultura de masas» es un híbrido impreciso en el que no se sabe qué significa cultura ni qué se entiende por masa, queda claro, no obstante, que llegados a este punto no es posible pensar en la cultura como en algo que se articula según las imprescindibles e incorruptas necesidades de un Espíritu que no viene históricamente condicionado por la existencia de la cultura de masas. A partir de este momento, incluso la noción de «cultura» exige una reelaboración y una reformulación; por igual motivo que, cuando se ha afirmado que la historia es hecha concretamente por los hombres empeñados en resolver sus propios problemas económicos y sociales (y por todos los hombres, en relación de oposición dialéctica entre clase y clase), ha tenido que articularse de forma también distinta la idea de una función del hombre de cultura.

«Cultura de masas» se convierte entonces en una definición de índole antropológica (del tipo de definiciones como «cultura bantú»), apta para indicar un contexto histórico preciso (aquel en el que vivimos) en el que todos los fenómenos de comunicación -desde las propuestas de diversión evasiva hasta las llamadas hacia la interioridad- aparecen dialécticamente conexos, recibiendo cada uno del contexto una calificación que no permite ya reducirlos a fenómenos análogos surgidos en otros períodos históricos.

Queda claro, pues, que la actitud del hombre de cultura, ante esta situación, debe ser la misma que la de aquel otro que ante el sistema de condicionamientos «era del maquinismo industrial» no se ha planteado el problema de cómo volver a la naturaleza, es decir a antes de la industria, sino que se ha preguntado en qué circunstancias la relación del hombre con el ciclo productivo reduce al hombre al sistema, y hasta qué punto es preciso elaborar una nueva imagen del hombre con relación al sistema de condicionamientos; un hombre no liberado de la máquina pero «libre con relación a la máquina».

No hay nada ahora que impida una investigación concreta sobre fenómenos como la difusión de las categorías fetiche. Y entre las más peligrosas debemos señalar las de «masa» y «hombre masa».

Merece la pena recordar la ascendencia histórica de esta contraposición maniquea entre la soledad, la lucidez del intelectual y la torpeza del hombre masa. Raíces que no se encuentran en La Rebelión de las masas ni en las Consideraciones inactuales, sino en la polémica de aquellos que de un tiempo a esta parte estamos habituados a recordar como «Bruno Bauer y consortes», aquella corriente de jóvenes hegelianos que está a la caza del Allgemeine Literaturzeitung.

«El peor testimonio en favor de una obra es el entusiasmo con que la masa la recibe. Todas las grandes empresas de la historia han sido hasta ahora fundamentalmente frustradas y privadas de éxito efectivo porque la masa se ha interesado y entusiasmado con ellas. El espíritu sabe ahora dónde buscar a tu adversario único: en las frases, en las autoilusiones, en la falta de nervio de las masas.» Son frases escritas en 1843, pero podrían considerarse actuales y suministrarían material para un notable elzevirio sobre la cultura de masas. Entiéndase bien, no queremos negar a nadie el derecho a elaborar una oposición entre el Espíritu y la Masa, a opinar que la actividad cultural debe ser definida en estos términos, y a dar testimonio de estos males de forma que inspiren el máximo respeto. Únicamente sostenemos que es útil que se aclaren las ascendencias y se ilumine el lugar histórico de una polémica a la que el advenimiento macroscópico de la sociedad de masas debía prestar nuevo vigor.

Buena parte de las formulaciones pseudomarxistas de la escuela de Frankfurt, por ejemplo, delatan su parentesco con la ideología de la «sagrada familia» baueriana y de los movimientos colaterales. Incluida la persuasión de que el pensador (el «crítico») no podrá ni deberá proponer remedios, sino, como mucho, dar testimonio de su propio disentimiento: «La crítica no constituye ningún partido, no quiere poseer ningún partido para sí, sino hallarse sola, sola cuando se sumerge en su objeto, sola cuando se contrapone a él. Se distancia de todo. Cualquier nexo es para ella una cadena». Siguiendo esta tónica, el cuaderno VI de la Allgemeine Literaturzeitung coincide con lo manifestado por Koeppen en la Norddeutsche Blaetterne del 11 de agosto de 1944, respecto del problema de la censura: «La crítica está por encima de los afectos y los sentimientos, no conoce amor ni odio por cosa alguna. Por este motivo, no se sitúa contra la censura para luchar con ella. La crítica no se extravía en los hechos y no puede extraviarse en los hechos: es por tanto un contrasentido pretender de ella que aniquile a la censura, y que procure a la prensa la libertad que le pertenece». Ante tales muestras, es lícito traer a colación las afirmaciones de Horkheimer, formuladas un siglo más tarde, en polémica con una cultura pragmatística, acusada de desviar y consumir las energías, necesarias a la reflexión, en la formulación de los programas activistas, a los que él opone un «método de la negación». No en vano, un estudioso de Adorno, tan afectuoso y consciente como Renato Solmi, vio en este autor una tentación especulativa, una «crítica de la praxis» con la que el razonamiento filosófico evita detenerse en las condiciones y modos concretos de aquel «traspaso», que el pensamiento debería individualizar en una situación en el preciso momento en que la somete a una crítica radical. El propio Adorno, por su parte, concluía su Minima Moralia definiendo la filosofía como la tentativa de considerar todas las cosas desde el punto de vista de la redención, revelando el mundo en sus interioridades, como aparecerá un día a la luz mesiánica: pero en esta actividad el pensamiento incurre en una serie de contradicciones, tales que, debiéndolas soportar lúcidamente todas, «la exigencia que así se le formula, la cues­tión de la realidad o irrealidad de la redención, se vuelve casi indiferente» .

Puede objetarse, claro está, que la respuesta que Marx dio a Bruno Bauer era: las masas, en cuanto adquieran conciencia de clase, pueden tomar sobre sí la dirección de la historia y colocarse como única y real alternativa a vuestro «Espíritu» , mientras que la respuesta que la industria de la cultura de masas da implícitamente a sus acusadores es: la masa, superadas las diferencias de clase, es ya la protagonista de la historia y por tanto su cultura, la cultura producida por ella y por ella consumida, es un hecho positivo . Y es precisamente en estos términos que la función de los apocalípticos tiene validez propia, al denunciar que la ideología optimista de los integrados es de mala fe y virtualmente falsa. Pero lo es precisamente porque el integrado, al igual que el apocalíptico, asume con máxima desenvoltura -cambiando sólo el signo algebraico- el concepto fetiche de «masa». Produce para la masa, proyecta una educación de masa y colabora así a la reducción de los auténticos temas de masa.

Que más tarde dichas masas entren o no en el juego, que realidad posean un estómago más resistente de lo que sus manipuladores creen, que sean capaces de ejercitar la facultad de discriminación sobre los productos que les son ofrecidos para consumo, que sepan resolver en estímulos positivos, dirigiéndolos a usos imprevistos, mensajes emitidos con intención muy diversa, es problema de distinta índole. La existencia de una categoría de operadores culturales que producen para las masas, utilizando en realidad a las masas para fines de propio lucro en lugar de ofrecerles realizaciones de experiencia crítica, es un hecho evidente. Y la operación cultural debe enjuiciarse de acuerdo con las intenciones que exterioriza y por la forma en que estructura sus mensajes. Pero, al juzgar estos fenómenos, el apocalíptico (que nos ayuda a hacerlo), debe siempre oponer la única decisión que él no acepta, la misma que Marx oponía a los teóricos de la masa: «Si el hombre es formado por las circunstancias, las circunstancias deben volverse humanas».

Aquello que, por el contrario, se reprocha al apocalíptico es no intentar nunca, en realidad, un estudio concreto de los productos y de las formas en que verdaderamente son consumidos. El apocalíptico, no sólo reduce los consumidores a aquel fetiche indiferenciado que es el hombre masa, sino que -mientras le acusa de reducir todo producto artístico, aun el más válido, a puro fetiche- él mismo reduce a fetiche el producto de masa. Y en lugar de analizarlo caso por caso para hacer que emerjan sus características estructurales, lo niega en bloque. Cuando lo analiza, traiciona una extraña propensión emotiva y manifiesta un complejo no resuelto de amor-odio, hasta tal punto que surge la sospecha de que la primera y más ilustre víctima del producto de masas sea el propio crítico.

Es éste uno de los fenómenos más curiosos y apasionados de aquel fenómeno de industria cultural que es la crítica apocalíptica de la industria cultural. Como la manifestación mal disimulada de una pasión frustrada, de un amor traicionado; más aún, como la exhibición neurótica de una sensualidad reprimida, semejante a la del moralista que, denunciando la obscenidad de una imagen, se detiene así larga y voluptuosamente en el inmundo objeto de su desprecio, traicionando con este gesto su auténtica naturaleza de animal carnal y concupiscente.

La situación conocida como «cultura de masas» tiene lugar en el momento histórico en que las masas entran como protagonistas en la vida social y participan en las cuestiones públicas. Estas masas han impuesto a menudo un ethos propio, han hecho valer en diversos períodos históricos exigencias particulares, han puesto en circulación un lenguaje propio, han elaborado, pues proposiciones que emergen desde abajo. Pero, paradójicamente, su modo de divertirse, de pensar, de imaginar, no nace de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene propuesto en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica. Tenemos, así, una situación singular: una cultura de masas en cuyo ámbito un proletariado consume modelos culturales burgueses creyéndolos una expresión autónoma propia. Por otro lado, una cultura burguesa –en el sentido en que la cultura ‘superior' es aún la cultura de la sociedad burguesa de los últimos tres siglos- identifica en la cultura de masas una ‘subcultura' con la que nada la une, sin advertir que las matrices de la cultura de masas siguen siendo las de la cultura ‘superior'.

A poco que reflexionemos, deberá parecemos monstruosa la situación de una sociedad cuyas clases populares obtiene sus oportunidades de evasión, de identificación y de proyecciones, a partir de la transmisión televisada de una pochade ochocentista en la que se representan costumbres de la alta burguesía de fin de siglo. El ejemplo es extremo, pero refleja una situación habitual. Desde los modelos estelares del cine, los protagonistas de novelas de amor, incluidas las emisiones de televisión para la mujer, la cultura de masas representa y propone casi siempre situaciones humanas que no tienen ninguna conexión con situaciones de los consumidores, pero que continúan siendo para ellos situaciones modelo. En este ámbito, pueden darse fenómenos que escapen a todo encasillamiento teórico. Proponed en una emisión publicitaria el modelo de una mujer joven, refinada, que debe emplear el aspirador Tal, con el fin de no estropearse las manos y mantenerlas hermosas y cuidadas. Mostrad esta imagen a la habitante de una zona subdesarrollada para la que, no el aspirador sino incluso una casa a la que poder quitar el polvo, constituye aún un mito inalcanzable. Sería fácil deducir la idea de que para esta última, la imagen es un puro fantasma procedente de un mundo que no le atañe. Pero algunas observaciones sobre las reacciones de la población ante el estímulo televisivo nos inducen a pensar que en muchos de estos casos la reacción del espectador es de tipo activo y crítico: ante la revelación de un mundo posible, y todavía no actual, nace un movimiento de rebelión, una hipótesis operativa, lo que equivale a un juicio.

He aquí un caso de interpretación del mensaje según un código que no es aquel de quien lo comunica. Este caso basta para poner en discusión las nociones de «mensaje masificante», «hombre masa» y «cultura de evasión».

De parecido modo, la preocupante paradoja de una cultura para las masas que proviene de arriba en lugar de surgir de abajo, no permite aún definir en términos definitivos el problema: en el ámbito de esta situación, los éxitos son imprevisibles y a menudo contradicen las premisas y las intenciones. Toda definición del fenómeno en términos generales corre el riesgo de ser una nueva contribución a aquel carácter genérico típico del mensaje de masa.

Intentemos, ahora, articular de modo diverso el punto de vista. El ascenso de las clases subalternas a la participación (formalmente) activa en la vida pública, el ensanchamiento del área de consumo de las informaciones, ha creado la nueva situación antropológica de la «civilización de masas». En el ámbito de dicha civilización, todos los que pertenecen a la comunidad pasan a ser, en diversa medida, consumidores de una producción intensiva de mensajes a chorro continuo, elaborados industrialmente en serie y transmitidos según los canales comerciales de un consumo regido por la ley de la oferta y la demanda. Una vez definidos estos productos en términos de «mensaje» (y cambiada con cautela la definición de una «cultura de masas» por la de «comunicaciones de masas», mass media o medios de masa), es necesario un análisis de su estructura, que no debe sólo limitarse a la forma del mensaje, sino definir también en qué medida la forma es determinada por las condiciones objetivas de la emisión –que, a su vez, determina el significado del mensaje, las capacidades de información, las cualidades de propuesta activa o de pura reiteración de lo ya dicho-. En segundo lugar, establecido ya que estos mensajes se dirigen a una totalidad de consumidores difícilmente reducibles a un modelo unitario, se deberá establecer por vía empírica las diferentes modalidades de recepción según la circunstancia histórica o sociológica, y de las diferenciaciones del público. En tercer lugar (y por ello competirá a investigación histórica y a la formulación de hipótesis políticas), establecer, por consiguiente, en qué medida la saturación de varios mensajes puede colaborar realmente a imponer un modelo de hombre-masa, examinando qué operaciones son posibles en el ámbito del contexto existente, y cuáles, por el contrario, exigen distintas condiciones de base.

Toda modificación de los instrumentos culturales en la historia de la humanidad se presenta como una profunda puesta en crisis del ‘modelo cultural' precedente, y no manifiesta su alcance real si no se considera que los nuevos instrumentos operarán en el contexto de una humanidad profundamente modificada, ya sea por las causas que han provocado la aparición de aquellos instrumentos, ya por el uso de los propios instrumentos.

Valorar la función de la imprenta condicionándola a las medidas de un modelo de hombre típico de una civilización basada en la comunicación oral y visual es un gesto de miopía histórica y antropológica que no pocos han cometido. El procedimiento a adoptar es distinto y el camino a seguir es el que nos ha mostrado Marshall McLuhan en su The Gutenberg Galaxy, obra en que intenta delimitar los elementos de un nuevo «hombre gutenbergiano», con su sistema de valores, respecto al cual se configura la nueva fisonomía adoptada por la comunicación cultural. Algo semejante ocurre con los mass media: se los juzga midiendo y comparando el mecanismo y los efectos con el modelo de hombre del Renacimiento, que evidentemente (si no por otras, a causa de los mass media, y también de los fenómenos que han hecho posible el advenimiento de los mass media) no existe ya.

Es evidente, por el contrario, que deberemos discutir los distintos problemas partiendo del supuesto, histórico y antropológico-cultural a la vez, de que con el advenimiento de la era industrial y el acceso al control de la vida social de las clases subalternas, se ha establecido en la historia contemporánea una civilización de mass media, de la cual se discutirán los sistemas de valores y respecto a la cual se elaborarán nuevos modelos eticopedagógicos. Todo esto no excluye el juicio severo, la condena, la postura rigurosa: pero ejercitados respecto del nuevo modelo humano, no en nostálgica referencia al antiguo.


Manual de Procedimientos




El manual de procedimientos es una herramienta que sirve para documentar información ordenada y específica sobre la ubicación, descripción de las funciones, responsabilidades, y características pertenecientes en cada puesto con objeto de que la persona que posea cualquier cargo resulte ser idónea al mismo, ya sea para definirlo o actualizarlo, con el fin de que por sí mismo constituya una solución dentro de las instituciones públicas educativas, a las demandas sociales planteadas por la ciudadanía y se refleje como consecuencia en un mejor funcionamiento de la institución.

Crónica por Edna Murillo


Artículo periodístico por Edna Murillo


EL MAL GOBIERNO HACE QUE PENSEMOS COSAS MALAS.
Por Edna Murillo
Ya pronto vendrán las propuestas del candidato tricolor, pero también vendrán las propuestas del blanquiazul, del solecito playero, del verde perico, y otra vez la mula al trigo. Bueno tal parece que todos los partidos se ponen de acuerdo en período de elecciones para “engañarnos”. Bola de sin vergüenzas estos.
Y la gente viviendo hay más o menos, al Dios dirá, mientras haya frijoles  con eso basta.
Pero que conformista es el ciudadano mexicano, si dicen hay te va una despensa, es bien recibida, y si te gobiernan mal ni hablar, siempre ha sido así el gobierno.  Si te regalan útiles escolares muchas gracias, y si te suben la cuota escolar, todo sea por la educación de mis hijos. ¿Apoco no somos conformistas?, y nos encanta recibir a brazos abiertos lo que venga, aunque se pobreza.
Mientras el gobierno nos persuade con sus campañas diciendo hago esto por ti, bajo el precio de las tortillas por ti. Pero acaso hacer algo en beneficio de nosotros, ¿no es su obligación? , porque no dice, viajo por ti, mis hijos estudian en tal universidad por ti, tengo por ti. Bueno y aunque mal se escuche ya la cagué para que nos dicen eso si ya lo sabemos.
Pero lo que supuestamente hace en beneficio de nosotros forma parte de su obligación por eso votamos, es nuestro re-pre-sen-tan-te, es su obligación protegernos de la inseguridad y llegar en calzón y capa roja para salvarnos de los narcos y de los secuestradores, es su obligación rescatarnos de la pobreza y debe llegar  con sus poderes para generar mas trabajo y que la gente no se valla con el Jesús en la boca migrando a Estados Unidos a ser la burla de los gringos.
El gobierno debe brindarnos educación y también debe hacer el papel de súper héroe pero no a medias, y con su poder construir escuelas, y no solo eso, abastecerlas de maestros más comprometidos con la educación que con el dinero.
Ahora resulta que es un superhéroe, pero que con nuestros impuestos que dudo aparezca el desenlace de ellos en el IFAI se las dan de muy acá.
Todo el gobierno está sistematizado, se vuelve a repetir y a repetir y no se acaban los problemas sociales como la pobreza y la migración y ¿por que no?, problemas de origen político como la corrupción, díganme ¿dónde están los 500 millones de pesos desaparecidos durante la derrota del PAN en el 2009?, ¿dónde está el ex presidente del PAN Germán Martínez?, para que nos presuma en que se los gastó. Se los hubiera mandado a los Tijuanenses para que fueran liquidando la deuda del Whitetopping que dejó el joven viejo de Jorge Ramos.
¿Dónde están las cadenitas de familia que se van metiendo en el gobierno sin tener educación ni valores éticos y a los cuales sin conocerlos les pagamos todos sus gastos y su seguridad privada?,  como a Elba Esther Gordillo, César Nava, Juan Camilo Mouriño que asignó a su familia 128 contratos de PEMEX.
¿No les da vergüenza vivir en un país político de ratas?
Y aunque los diputados confundan la cámara con la cama de diputados, porque se van a dormir ¡digo!, y ojalá un día se queden suspendidos en una gran pesadilla para que por favor ya no la ch….  tanto, subiéndonos los impuestos. Y como ya se atraviesa el día de muertos ahí les va una calaverita.

“Llegó la muerte enojadita
A llevarse a los diputaditos
Como siempre están dormiditos
Ni cuenta se iban a dar”.

“Pero estando en el camino
Se despertó Esther gordillo
Yo no soy diputada
Dijo la hija de la … tiznada”

“Yo trabajo en el SNTE.
Y la muerte enojada le dijo:
¿No quieres tu Hummer?
Y con un una gran carcajada,
Junto con los del congreso
Y los de la cámara
Al panteón se la llevó”.

Empecé en diminutivo porque eso tenemos en México, unos diputaditos, que se hacen chiquitos en el curul.
Pero bueno,  ciudadanas y ciudadanos hay que tomar conciencia, no hay que irnos por la apariencia porque luego llegan las consecuencias y ya es demasiado tarde. Y aunque esto rimó no estaba dentro de la calaverita.
Y los dejo con una pregunta
¿Qué piensa usted de los diputados?
Si usted al igual que yo está en contra del mal gobierno
Posdata: Desquítese con la propaganda política que hay en la ciudad desde Colosio, Veloz, Terán, Osuna, Hank entre otros.