Apocalítpticos e integrados
Umberto Eco
Es profundamente
injusto encasillar las actitudes humanas -con todas sus variedades y todos sus
matices- en dos conceptos genéricos y polémicos como son «apocalíptico» e
«integrado». Ciertas cosas se hacen porque la intitulación de un libro tiene
sus exigencias; y ciertas cosas se hacen también porque, si se quiere anteponer
una exposición preliminar a los ensayos que siguen, se impondrá necesariamente
la identificación de algunas líneas metodológicas generales: y para definir
aquello que no se quisiera hacer, resulta cómodo tipificar en extremo una serie
de elecciones culturales, que naturalmente se prestan a ser analizadas con
mayor concreción y serenidad. Por otra parte, reprochamos precisamente a los
que definimos como apocalípticos o como integrados el hecho de haber difundido
igual cantidad de conceptos genéricos -«conceptos fetiche»- y de haberlos
utilizado en polémicas estériles o en operaciones mercantiles de las que
diariamente todos nos nutrimos.
Tanto es así que, para
definir la naturaleza de estos ensayos y para hacernos comprender en principio
por el lector, también nosotros nos hemos visto obligados a utilizar un
concepto genérico y ambiguo como el de «cultura de masas». Tan genérico,
ambiguo e impropio, que a él se debe precisamente el desarrollo de los dos
tipos de actitud contra los cuales (con no generosa pero indispensable actitud
polémica) vamos a establecer debate.
Si la cultura es un
hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad
refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre (Heráclito: « ¿Por qué
queréis arrastrarme a todas partes oh ignorantes? Yo no he escrito para
vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y
nada la multitud»), la mera idea de una cultura compartida por todos, producida
de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es un
contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que
ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se
convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la «cultura de
masas» no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a
constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de
cultura (último superviviente de la prehistoria, destinado a la extinción) no
puede más que expresarse en términos de Apocalipsis.
En contraste, tenemos
la reacción optimista del integrado. Dado que la televisión, los periódicos, la
radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader's Digest ponen
hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y
liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos
viviendo una época de ampliación del campo cultural, en que se realiza
finalmente a un nivel extenso, con el concurso de los mejores, la circulación
de un arte y una cultura «popular». Que esta cultura surja de lo bajo o sea
confeccionada desde arriba para consumidores indefensos, es un problema que el
integrado no se plantea. En parte es así porque, mientras los apocalípticos
sobreviven precisamente elaborando teorías sobre la decadencia, los integrados
raramente teorizan, sino que prefieren actuar, producir, emitir cotidianamente
sus mensajes a todos los niveles. El Apocalipsis es una obsesión del dissenter, la integración es la realidad concreta de
aquellos que no disienten. La imagen del Apocalipsis surge de la lectura de
textos sobre la cultura de masas; la imagen de la integración emerge de la
lectura de textos de la cultura de masas. Pero ¿hasta qué punto no nos hallamos
ante dos vertientes de un mismo problema, y hasta qué punto los textos
apocalípticos no representan el producto más sofisticado que se ofrece al
consumo de masas? En tal caso, la fórmula «apocalípticos e integrados» no
plantearía la oposición entre dos actitudes (y ambos términos no tendrían valor
sustantivo) sino la predicación de dos adjetivos complementarios, adaptables a
los mismos productores de una «crítica popular de la cultura popular».
El apocalíptico, en el
fondo, consuela al lector, porque le deja entrever, sobre el trasfondo de la
catástrofe, la existencia de una comunidad de «superhombres» capaces de
elevarse, aunque sólo sea mediante el rechazo, por encima de la banalidad
media. Llevado al límite, la comunidad reducidísima -y elegida- del que escribe
y del que lee, «nosotros dos, tú y yo, los únicos que hemos comprendido y que
estamos a salvo: los únicos que no somos masa». He empleado la expresión
«superhombres», pensando en el origen nietzschiano (o pseudonietzschiano) de
muchas de estas actitudes. Pero la he utilizado también con malicia, pensando
en la malicia con que Gramsci insinuaba que el modelo del superhombre
nietzschiano debía individualizarse en los héroes de la novela ochocentista de
folletín, en el Conde de Montecristo, en Athos, en Rodolfo de Gerolstein o (generosa concesión) en
Vautrin.
Si bien la relación
parece peregrina, refleja el hecho de que siempre ha sido típico de la cultura
de masas hacer fulgurar ante la vista de los lectores, a los que se pide una
disciplinada «medianía», la posibilidad de que -dadas las condiciones
existentes, y precisamente merced a ellas- pueda florecer un día, de la
crisálida de cada uno de nosotros, un Übermensch. El precio a pagar consiste en que este
Übermensch se ocupe de una infinidad de pequeños problemas, conservando al
propio tiempo el orden fundamental de las cosas: es el pequeño vicio reformista
del Rodolfo de Los misterios de París,
y del ello no se habían dado cuenta sólo Marx y Engels sino también -en la
misma época- Belinski
y Poe, en dos reseñas que parecen seguir extrañamente las huellas de la
polémica de la Sagrada Familia.
Creemos poder
distinguir al Superhombre típico de la cultura de masas actual, el Superman de
las historietas ilustradas, y creemos poder establecer que este héroe
superdotado emplea sus fabulosas posibilidades de acción para realizar un ideal
de absoluta pasividad, reenunciando a todo proyecto que no haya sido homologado
previamente por los catadores del buen sentido oficial, convirtiéndose en
ejemplo de una honrada conciencia ética, desprovista de toda dimensión
política: Superman no aparcará nunca su coche en zona prohibida ni organizará
nunca una revolución. Si recordamos bien, de los Übermenschen mencionados por
Gramsci, el único dotado de conciencia política y que se propone alterar el
orden de las cosas, es José
Balsamo, de Dumas. Pero, cuidado, Balsamo, alias Cagliostro, que sólo utiliza sus múltiples
vidas para acelerar los días de la Revolución francesa, empeñado en organizar
sectas de iluminados y reuniones míticas de francmasones o en urdir tramas
galantes para crear incomodidades a María Antonieta, olvida simplemente
redactar la Enciclopedia o incitar a la toma de la Bastilla (dos hechos, uno de
cultura de masas y el otro de organización de las masas).
Al otro lado de la
barricada tenemos al superhombre propuesto por el crítico apocalíptico:
superhombre que opone el rechazo y el silencio a la banalidad imperante, nutrido
por la desconfianza total en cualquier acción que pueda modificar el orden de
las cosas. Expuesta la superhumanidad como mito nostálgico (cuyas referencias
históricas no se precisan), se formula aquí también, al fin y al cabo, una
invitación a la pasividad. La integración, arrojada por la puerta, vuelve a
entrar por la ventana.
Pero este mundo, que
unos pretenden rechazar y otros aceptan e incrementan, no es un mundo para
superhombres. Es también el nuestro. Nace con el acceso de las clases
subalternas al disfrute de los bienes culturales y con la posibilidad de
producir estos últimos mediante procedimientos industriales. El universo de las
comunicaciones de masas –reconozcámoslo o no- es nuestro universo; y si
queremos hablar de valores, las condiciones objetivas de las comunicaciones son
aquellas aportadas por la existencia de periódicos, de la radio, de la
televisión, de la música grabada y reproducible, de las nuevas formas de
comunicación visual y auditiva. Nadie escapa a estas condiciones, ni siquiera
el virtuoso que, indignado por la naturaleza inhumana de este universo de la
información transmite su propia protesta a través de los canales de la
comunicación de masa, en las columnas del periódico de gran tirada o en las
páginas del folleto impreso en linotipia y distribuido en los quioscos de las
estaciones.
Al tipo apocalíptico
recalcitrante se deben algunos conceptos fetiche. Y los conceptos fetiche
tienen la particularidad de obstaculizar el discurso, anquilosando el coloquio
al convertirlo en un acto de reacción emotiva. Examinemos el concepto fetiche
de industria cultural. Nada tan dispar a la idea de cultura (que implica un
sutil y especial contacto de almas) como la de industria (que evoca montajes,
reproducción en serie, circulación extensa y comercio de objetos convertido en
mercancía). Evidentemente, el miniaturista medieval que confeccionaba las
imágenes del libro de horas para su cliente se hallaba inmerso en una relación
artesana: cada imagen, si por un lado remitía a un código de creencias y
convenciones por otro iba dirigida al destinatario único, estableciendo con él
una relación precisa. Pero en cuanto surge la posibilidad de imprimir
xilográficamente páginas de una biblia reproducible en varios ejemplares, se
produce un hecho nuevo. Una biblia que se reproduce en varias copias cuesta
menos y puede llegar a más personas. ¿Una biblia que se vende a más personas,
no será acaso una biblia menor? Y entonces se la llamará biblia pauperum. Por
otra parte, el factor externo (capacidad de difusión y precio) influye también
sobre la naturaleza del producto: el dibujo se adaptará a la comprensión de un
público más vasto pero menos ilustrado. ¿No será más apropiado unir el dibujo
al texto con un juego de compaginación que nos recuerda el cómic? La biblia
pauperum comienza a sujetarse a una condición que alguien, siglos después
atribuirá a los modernos medios de masas: la adecuación del gusto, y del
lenguaje, a la capacidad receptiva media.
Posteriormente
Gutenberg inventa los caracteres móviles, y nace el libro. Un objeto de serie
que debe uniformar el propio lenguaje a las posibilidades receptivas de un
público alfabetizado, que (merced precisamente al libro, y cada día en mayor
medida) es más vasto que el del manuscrito. Y no sólo esto: el público, al
crear un público, produce lectores que, a su vez, van a condicionarlo.
Véanse las primeras
estampas populares del siglo XVI, que en un plano laico y sobre bases
tipográficas más perfeccionadas desempeñan un papel semejante al de la biblia
pauperum. Fueron estampadas por tipografías menores, a petición de libreros
ambulantes y vendedores de feria para ser vendidas al pueblo en plaza y
mercados. Epopeyas caballerescas, lamentaciones sobre hechos políticos o de
crónica, sátiras, chascarrillos, burlas. Están mal impresas, a menudo no
mencionan fecha y el lugar, porque ostentan ya la primera característica de la
cultura de masas, ser efímeros. También del producto poseen la connotación
primaria: ofrecen sentimientos y pasiones, amores y muerte presentados ya en
función del efecto que deben producir. Los títulos de estas historias contienen
ya asimismo su dosis de publicidad y el enjuiciamiento explícito sobre el hecho
preanunciado, el consejo casi de cómo disfrutar de ellos. Danese Ugieri, obra
hermosa y agradable de armas y de amores, impresa de nuevo y corregida con la
muerte del gigante Mariotto que no se halla en las anteriores. Por no mencionar
las imágenes, creadas a nivel de un estándar gracioso, pero fundamentalmente
modestos, tendentes a la presentación de efectos violentos, como en los
folletines y los cómics. Evidentemente, no se puede hablar de cultura de masas
en el sentido en que hoy la entendemos: eran otras las circunstancias
históricas, distinta la relación entre los productores de estas estampas y el
pueblo, diferente la división entre cultura docta y cultura popular, pues
cultura fue en el sentido etnológico de la expresión. Se vislumbra ya sin
embargo que la reproducción en serie, y el hecho de que los clientes aumentasen
en número y se ampliasen en cuanto a rango social, tendía una red de
condiciones capaces de caracterizar a fondo estos librillos, y de crear un
género propio con particular sentido de lo trágico, de lo heroico, de lo moral,
de lo sagrado, del ridículo, adecuados al gusto y al ethos de un «consumidor
medio», medio entre los bajos. Difundiendo entre el pueblo las normas de una
moral oficial, esta literatura realizó una obra de pacificación y de control,
favoreció la eclosión del humor y procuró en definitiva material de evasión. A
fin de cuentas, sin embargo, sostuvo la existencia de una categoría popular de
«literatos», y contribuyó a la alfabetización de su público.
Luego, se sucede la
impresión de las primeras gacetas, y con el nacimiento del periódico, la
relación entre condicionamiento externo y hecho cultural se precisa aún más.
¿Qué es un periódico sino un producto, formado por un número determinado de
páginas, obligado a salir una vez al día, y en el que las cosas dichas no serán
determinadas tan sólo por las cosas a decir (según una necesidad absolutamente
interior), sino también por el hecho de que una vez al día deberá decir lo
suficiente como para llenar esa cantidad de páginas? En este punto, nos
hallamos ya de lleno en la industria cultural. Que se nos presenta como un
sistema de condicionamientos con los que todo operador de cultura deberá
contar, si quiere comunicarse con sus semejantes. Si desea realmente
comunicarse con los hombres, porque ahora todos los hombres han pasado a ser
sus semejantes, y el difusor de cultura ha dejado de ser el funcionario de un
destinatario para convertirse en «funcionario de la humanidad». Ocupar una
posición dialéctica, activa y cómplice, respecto a los condicionamientos de la
industria cultural, se ha convertido para el operador de cultura en el único
medio con el que poder cumplir su función.
No es casual la
concomitancia entre civilización del periódico y civilización democrática,
nacimiento de la igualdad política y civil, época de las revoluciones
burguesas. Pero, por otra parte, no es tampoco casual que quien dirige a fondo
y con coherencia la polémica contra la industria cultural, sitúe el mal no en
la primera emisión de televisión, sino en la invención de la imprenta; y, con
ella, en las ideologías del igualitarismo y de la soberanía popular. De hecho,
el empleo indiscriminado de un concepto fetiche como el de «industria cultural»
implica, en el fondo, la incapacidad misma de aceptar estos acontecimientos
históricos, y -con ellos- la perspectiva de una humanidad capaz de operar sobre
la historia.
Como han señalado
Pierre Bourdieu y Claude Passeron "parece claro que la profecía
«massmediatica» encuentra sus auténticas raíces no como quieren hacer creer, en
el descubrimiento anticipado de nuevos poderes, sino en una visión pesimista
del hombre, de este Antropos eterno, dividido entre Eros y Tanatos, y lanzado a
definiciones negativas. Suspensos entre la nostalgia de un verde paraíso de
civilizaciones infantiles y la esperanza desesperada de un mañana apocalíptico,
los profetas en cuestión nos ofrecen la imagen desconcertante de una profecía
balbuceante y al propio tiempo tronante, pues no sabe escoger entre el
proclamado amor hacia las masas amenazadas por la catástrofe y el secreto amor
por la propia catástrofe».
A partir del momento en
que, por el contrario, la industria cultural es aceptada correctamente como un
sistema de condicionamientos conexos a los fenómenos antes citados, el
razonamiento escapa al terreno de las generalidades para articularse en los dos
planos complementarios de la descripción analítica de los diversos fenómenos y
de su interpretación en el contexto histórico en que aparecen. El sistema de la
industria cultural extiende una red tal de condicionamientos recíprocos, que
incluso la idea de cultura se ve afectada. Si la expresión «cultura de masas»
es un híbrido impreciso en el que no se sabe qué significa cultura ni qué se
entiende por masa, queda claro, no obstante, que llegados a este punto no es
posible pensar en la cultura como en algo que se articula según las
imprescindibles e incorruptas necesidades de un Espíritu que no viene
históricamente condicionado por la existencia de la cultura de masas. A partir
de este momento, incluso la noción de «cultura» exige una reelaboración y una
reformulación; por igual motivo que, cuando se ha afirmado que la historia es
hecha concretamente por los hombres empeñados en resolver sus propios problemas
económicos y sociales (y por todos los hombres, en relación de oposición
dialéctica entre clase y clase), ha tenido que articularse de forma también
distinta la idea de una función del hombre de cultura.
«Cultura de masas» se
convierte entonces en una definición de índole antropológica (del tipo de
definiciones como «cultura bantú»), apta para indicar un contexto histórico
preciso (aquel en el que vivimos) en el que todos los fenómenos de comunicación
-desde las propuestas de diversión evasiva hasta las llamadas hacia la
interioridad- aparecen dialécticamente conexos, recibiendo cada uno del
contexto una calificación que no permite ya reducirlos a fenómenos análogos
surgidos en otros períodos históricos.
Queda claro, pues, que
la actitud del hombre de cultura, ante esta situación, debe ser la misma que la
de aquel otro que ante el sistema de condicionamientos «era del maquinismo
industrial» no se ha planteado el problema de cómo volver a la naturaleza, es
decir a antes de la industria, sino que se ha preguntado en qué circunstancias
la relación del hombre con el ciclo productivo reduce al hombre al sistema, y
hasta qué punto es preciso elaborar una nueva imagen del hombre con relación al
sistema de condicionamientos; un hombre no liberado de la máquina pero «libre
con relación a la máquina».
No hay nada ahora que
impida una investigación concreta sobre fenómenos como la difusión de las
categorías fetiche. Y entre las más peligrosas debemos señalar las de «masa» y
«hombre masa».
Merece la pena recordar
la ascendencia histórica de esta contraposición maniquea entre la soledad, la
lucidez del intelectual y la torpeza del hombre masa. Raíces que no se
encuentran en La Rebelión de las masas
ni en las Consideraciones inactuales, sino en la
polémica de aquellos que de un tiempo a esta parte estamos habituados a
recordar como «Bruno Bauer
y consortes», aquella corriente de jóvenes hegelianos que está a la caza
del Allgemeine
Literaturzeitung.
«El peor testimonio en
favor de una obra es el entusiasmo con que la masa la recibe. Todas las grandes
empresas de la historia han sido hasta ahora fundamentalmente frustradas y privadas
de éxito efectivo porque la masa se ha interesado y entusiasmado con ellas. El
espíritu sabe ahora dónde buscar a tu adversario único: en las frases, en las
autoilusiones, en la falta de nervio de las masas.» Son frases escritas en
1843, pero podrían considerarse actuales y suministrarían material para un
notable elzevirio sobre la cultura de masas. Entiéndase bien, no queremos negar
a nadie el derecho a elaborar una oposición entre el Espíritu y la Masa, a
opinar que la actividad cultural debe ser definida en estos términos, y a dar
testimonio de estos males de forma que inspiren el máximo respeto. Únicamente
sostenemos que es útil que se aclaren las ascendencias y se ilumine el lugar
histórico de una polémica a la que el advenimiento macroscópico de la sociedad
de masas debía prestar nuevo vigor.
Buena parte de las
formulaciones pseudomarxistas de la escuela de Frankfurt, por ejemplo, delatan
su parentesco con la ideología de la «sagrada familia» baueriana y de los
movimientos colaterales. Incluida la persuasión de que el pensador (el
«crítico») no podrá ni deberá proponer remedios, sino, como mucho, dar
testimonio de su propio disentimiento: «La crítica no constituye ningún
partido, no quiere poseer ningún partido para sí, sino hallarse sola, sola cuando
se sumerge en su objeto, sola cuando se contrapone a él. Se distancia de todo. Cualquier
nexo es para ella una cadena». Siguiendo esta tónica, el cuaderno VI de la Allgemeine Literaturzeitung coincide con
lo manifestado por Koeppen en la Norddeutsche Blaetterne del 11 de agosto de
1944, respecto del problema de la censura: «La crítica está por encima de los
afectos y los sentimientos, no conoce amor ni odio por cosa alguna. Por este
motivo, no se sitúa contra la censura para luchar con ella. La crítica no se
extravía en los hechos y no puede extraviarse en los hechos: es por tanto un
contrasentido pretender de ella que aniquile a la censura, y que procure a la
prensa la libertad que le pertenece». Ante tales muestras, es lícito traer a
colación las afirmaciones de Horkheimer, formuladas un siglo más tarde, en
polémica con una cultura pragmatística, acusada de desviar y consumir las
energías, necesarias a la reflexión, en la formulación de los programas
activistas, a los que él opone un «método de la negación». No en vano, un
estudioso de Adorno, tan afectuoso y consciente como Renato Solmi, vio en este
autor una tentación especulativa, una «crítica de la praxis» con la que el
razonamiento filosófico evita detenerse en las condiciones y modos concretos de
aquel «traspaso», que el pensamiento debería individualizar en una situación en
el preciso momento en que la somete a una crítica radical. El propio Adorno,
por su parte, concluía su Minima Moralia
definiendo la filosofía como la tentativa de considerar todas las cosas desde
el punto de vista de la redención, revelando el mundo en sus interioridades,
como aparecerá un día a la luz mesiánica: pero en esta actividad el pensamiento
incurre en una serie de contradicciones, tales que, debiéndolas soportar lúcidamente
todas, «la exigencia que así se le formula, la cuestión de la realidad o
irrealidad de la redención, se vuelve casi indiferente» .
Puede objetarse, claro
está, que la respuesta que Marx dio a Bruno Bauer era: las masas, en cuanto
adquieran conciencia de clase, pueden tomar sobre sí la dirección de la
historia y colocarse como única y real alternativa a vuestro «Espíritu» ,
mientras que la respuesta que la industria de la cultura de masas da
implícitamente a sus acusadores es: la masa, superadas las diferencias de
clase, es ya la protagonista de la historia y por tanto su cultura, la cultura
producida por ella y por ella consumida, es un hecho positivo . Y es
precisamente en estos términos que la función de los apocalípticos tiene
validez propia, al denunciar que la ideología optimista de los integrados es de
mala fe y virtualmente falsa. Pero lo es precisamente porque el integrado, al
igual que el apocalíptico, asume con máxima desenvoltura -cambiando sólo el
signo algebraico- el concepto fetiche de «masa». Produce para la masa, proyecta
una educación de masa y colabora así a la reducción de los auténticos temas de
masa.
Que más tarde dichas
masas entren o no en el juego, que realidad posean un estómago más resistente
de lo que sus manipuladores creen, que sean capaces de ejercitar la facultad de
discriminación sobre los productos que les son ofrecidos para consumo, que
sepan resolver en estímulos positivos, dirigiéndolos a usos imprevistos,
mensajes emitidos con intención muy diversa, es problema de distinta índole. La
existencia de una categoría de operadores culturales que producen para las
masas, utilizando en realidad a las masas para fines de propio lucro en lugar
de ofrecerles realizaciones de experiencia crítica, es un hecho evidente. Y la operación
cultural debe enjuiciarse de acuerdo con las intenciones que exterioriza y por
la forma en que estructura sus mensajes. Pero, al juzgar estos fenómenos, el
apocalíptico (que nos ayuda a hacerlo), debe siempre oponer la única decisión
que él no acepta, la misma que Marx oponía a los teóricos de la masa: «Si el
hombre es formado por las circunstancias, las circunstancias deben volverse
humanas».
Aquello que, por el
contrario, se reprocha al apocalíptico es no intentar nunca, en realidad, un
estudio concreto de los productos y de las formas en que verdaderamente son
consumidos. El apocalíptico, no sólo reduce los consumidores a aquel fetiche
indiferenciado que es el hombre masa, sino que -mientras le acusa de reducir
todo producto artístico, aun el más válido, a puro fetiche- él mismo reduce a
fetiche el producto de masa. Y en lugar de analizarlo caso por caso para hacer
que emerjan sus características estructurales, lo niega en bloque. Cuando lo
analiza, traiciona una extraña propensión emotiva y manifiesta un complejo no
resuelto de amor-odio, hasta tal punto que surge la sospecha de que la primera
y más ilustre víctima del producto de masas sea el propio crítico.
Es éste uno de los
fenómenos más curiosos y apasionados de aquel fenómeno de industria cultural
que es la crítica apocalíptica de la industria cultural. Como la manifestación
mal disimulada de una pasión frustrada, de un amor traicionado; más aún, como
la exhibición neurótica de una sensualidad reprimida, semejante a la del
moralista que, denunciando la obscenidad de una imagen, se detiene así larga y
voluptuosamente en el inmundo objeto de su desprecio, traicionando con este
gesto su auténtica naturaleza de animal carnal y concupiscente.
La situación conocida
como «cultura de masas» tiene lugar en el momento histórico en que las masas
entran como protagonistas en la vida social y participan en las cuestiones
públicas. Estas masas han impuesto a menudo un ethos propio, han hecho valer en
diversos períodos históricos exigencias particulares, han puesto en circulación
un lenguaje propio, han elaborado, pues proposiciones que emergen desde abajo.
Pero, paradójicamente, su modo de divertirse, de pensar, de imaginar, no nace
de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene propuesto
en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica.
Tenemos, así, una situación singular: una cultura de masas en cuyo ámbito un
proletariado consume modelos culturales burgueses creyéndolos una expresión
autónoma propia. Por otro lado, una cultura burguesa –en el sentido en que la
cultura ‘superior' es aún la cultura de la sociedad burguesa de los últimos
tres siglos- identifica en la cultura de masas una ‘subcultura' con la que nada
la une, sin advertir que las matrices de la cultura de masas siguen siendo las
de la cultura ‘superior'.
A poco que
reflexionemos, deberá parecemos monstruosa la situación de una sociedad cuyas
clases populares obtiene sus oportunidades de evasión, de identificación y de
proyecciones, a partir de la transmisión televisada de una pochade ochocentista
en la que se representan costumbres de la alta burguesía de fin de siglo. El
ejemplo es extremo, pero refleja una situación habitual. Desde los modelos
estelares del cine, los protagonistas de novelas de amor, incluidas las
emisiones de televisión para la mujer, la cultura de masas representa y propone
casi siempre situaciones humanas que no tienen ninguna conexión con situaciones
de los consumidores, pero que continúan siendo para ellos situaciones modelo.
En este ámbito, pueden darse fenómenos que escapen a todo encasillamiento
teórico. Proponed en una emisión publicitaria el modelo de una mujer joven,
refinada, que debe emplear el aspirador Tal, con el fin de no estropearse las
manos y mantenerlas hermosas y cuidadas. Mostrad esta imagen a la habitante de
una zona subdesarrollada para la que, no el aspirador sino incluso una casa a
la que poder quitar el polvo, constituye aún un mito inalcanzable. Sería fácil
deducir la idea de que para esta última, la imagen es un puro fantasma
procedente de un mundo que no le atañe. Pero algunas observaciones sobre las
reacciones de la población ante el estímulo televisivo nos inducen a pensar que
en muchos de estos casos la reacción del espectador es de tipo activo y crítico:
ante la revelación de un mundo posible, y todavía no actual, nace un movimiento
de rebelión, una hipótesis operativa, lo que equivale a un juicio.
He aquí un caso de
interpretación del mensaje según un código que no es aquel de quien lo
comunica. Este caso basta para poner en discusión las nociones de «mensaje
masificante», «hombre masa» y «cultura de evasión».
De parecido modo, la
preocupante paradoja de una cultura para las masas que proviene de arriba en
lugar de surgir de abajo, no permite aún definir en términos definitivos el
problema: en el ámbito de esta situación, los éxitos son imprevisibles y a
menudo contradicen las premisas y las intenciones. Toda definición del fenómeno
en términos generales corre el riesgo de ser una nueva contribución a aquel
carácter genérico típico del mensaje de masa.
Intentemos, ahora,
articular de modo diverso el punto de vista. El ascenso de las clases
subalternas a la participación (formalmente) activa en la vida pública, el
ensanchamiento del área de consumo de las informaciones, ha creado la nueva
situación antropológica de la «civilización de masas». En el ámbito de dicha
civilización, todos los que pertenecen a la comunidad pasan a ser, en diversa
medida, consumidores de una producción intensiva de mensajes a chorro continuo,
elaborados industrialmente en serie y transmitidos según los canales
comerciales de un consumo regido por la ley de la oferta y la demanda. Una vez
definidos estos productos en términos de «mensaje» (y cambiada con cautela la
definición de una «cultura de masas» por la de «comunicaciones de masas», mass
media o medios de masa), es necesario un análisis de su estructura, que no debe
sólo limitarse a la forma del mensaje, sino definir también en qué medida la
forma es determinada por las condiciones objetivas de la emisión –que, a su
vez, determina el significado del mensaje, las capacidades de información, las
cualidades de propuesta activa o de pura reiteración de lo ya dicho-. En
segundo lugar, establecido ya que estos mensajes se dirigen a una totalidad de
consumidores difícilmente reducibles a un modelo unitario, se deberá establecer
por vía empírica las diferentes modalidades de recepción según la circunstancia
histórica o sociológica, y de las diferenciaciones del público. En tercer lugar
(y por ello competirá a investigación histórica y a la formulación de hipótesis
políticas), establecer, por consiguiente, en qué medida la saturación de varios
mensajes puede colaborar realmente a imponer un modelo de hombre-masa,
examinando qué operaciones son posibles en el ámbito del contexto existente, y
cuáles, por el contrario, exigen distintas condiciones de base.
Toda modificación de
los instrumentos culturales en la historia de la humanidad se presenta como una
profunda puesta en crisis del ‘modelo cultural' precedente, y no manifiesta su
alcance real si no se considera que los nuevos instrumentos operarán en el
contexto de una humanidad profundamente modificada, ya sea por las causas que
han provocado la aparición de aquellos instrumentos, ya por el uso de los
propios instrumentos.
Valorar la función de
la imprenta condicionándola a las medidas de un modelo de hombre típico de una
civilización basada en la comunicación oral y visual es un gesto de miopía
histórica y antropológica que no pocos han cometido. El procedimiento a adoptar
es distinto y el camino a seguir es el que nos ha mostrado Marshall McLuhan en
su The Gutenberg Galaxy, obra en que intenta delimitar los elementos de un
nuevo «hombre gutenbergiano», con su sistema de valores, respecto al cual se
configura la nueva fisonomía adoptada por la comunicación cultural. Algo
semejante ocurre con los mass media: se los juzga midiendo y comparando el
mecanismo y los efectos con el modelo de hombre del Renacimiento, que
evidentemente (si no por otras, a causa de los mass media, y también de los
fenómenos que han hecho posible el advenimiento de los mass media) no existe
ya.
Es evidente, por el
contrario, que deberemos discutir los distintos problemas partiendo del
supuesto, histórico y antropológico-cultural a la vez, de que con el
advenimiento de la era industrial y el acceso al control de la vida social de
las clases subalternas, se ha establecido en la historia contemporánea una
civilización de mass media, de la cual se discutirán los sistemas de valores y
respecto a la cual se elaborarán nuevos modelos eticopedagógicos. Todo esto no
excluye el juicio severo, la condena, la postura rigurosa: pero ejercitados
respecto del nuevo modelo humano, no en nostálgica referencia al antiguo.
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