lunes, 13 de julio de 2015

Texto de Umberto Eco "Apocalípticos e Integrados"



Apocalítpticos e integrados
Umberto Eco

Es profundamente injusto encasillar las actitudes humanas -con todas sus variedades y todos sus matices- en dos conceptos genéricos y polémicos como son «apocalíptico» e «integrado». Ciertas cosas se hacen porque la intitulación de un libro tiene sus exigencias; y ciertas cosas se hacen también porque, si se quiere anteponer una exposición preliminar a los ensayos que siguen, se impondrá necesariamente la identificación de algunas líneas metodológicas generales: y para definir aquello que no se quisiera hacer, resulta cómodo tipificar en extremo una serie de elecciones culturales, que naturalmente se prestan a ser analizadas con mayor concreción y serenidad. Por otra parte, reprochamos precisamente a los que definimos como apocalípticos o como integrados el hecho de haber difundido igual cantidad de conceptos genéricos -«conceptos fetiche»- y de haberlos utilizado en polémicas estériles o en operaciones mercantiles de las que diariamente todos nos nutrimos.

Tanto es así que, para definir la naturaleza de estos ensayos y para hacernos comprender en principio por el lector, también nosotros nos hemos visto obligados a utilizar un concepto genérico y ambiguo como el de «cultura de masas». Tan genérico, ambiguo e impropio, que a él se debe precisamente el desarrollo de los dos tipos de actitud contra los cuales (con no generosa pero indispensable actitud polémica) vamos a establecer debate.

Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre (Heráclito: « ¿Por qué queréis arrastrarme a todas partes oh ignorantes? Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada la multitud»), la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la «cultura de masas» no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura (último superviviente de la prehistoria, destinado a la extinción) no puede más que expresarse en términos de Apocalipsis.

En contraste, tenemos la reacción optimista del integrado. Dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader's Digest ponen hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos viviendo una época de ampliación del campo cultural, en que se realiza finalmente a un nivel extenso, con el concurso de los mejores, la circulación de un arte y una cultura «popular». Que esta cultura surja de lo bajo o sea confeccionada desde arriba para consumidores indefensos, es un problema que el integrado no se plantea. En parte es así porque, mientras los apocalípticos sobreviven precisamente elaborando teorías sobre la decadencia, los integrados raramente teorizan, sino que prefieren actuar, producir, emitir cotidianamente sus mensajes a todos los niveles. El Apocalipsis es una obsesión del dissenter, la integración es la realidad concreta de aquellos que no disienten. La imagen del Apocalipsis surge de la lectura de textos sobre la cultura de masas; la imagen de la integración emerge de la lectura de textos de la cultura de masas. Pero ¿hasta qué punto no nos hallamos ante dos vertientes de un mismo problema, y hasta qué punto los textos apocalípticos no representan el producto más sofisticado que se ofrece al consumo de masas? En tal caso, la fórmula «apocalípticos e integrados» no plantearía la oposición entre dos actitudes (y ambos términos no tendrían valor sustantivo) sino la predicación de dos adjetivos complementarios, adaptables a los mismos productores de una «crítica popular de la cultura popular».

El apocalíptico, en el fondo, consuela al lector, porque le deja entrever, sobre el trasfondo de la catástrofe, la existencia de una comunidad de «superhombres» capaces de elevarse, aunque sólo sea mediante el rechazo, por encima de la banalidad media. Llevado al límite, la comunidad reducidísima -y elegida- del que escribe y del que lee, «nosotros dos, tú y yo, los únicos que hemos comprendido y que estamos a salvo: los únicos que no somos masa». He empleado la expresión «superhombres», pensando en el origen nietzschiano (o pseudo­nietzschiano) de muchas de estas actitudes. Pero la he utilizado también con malicia, pensando en la malicia con que Gramsci insinuaba que el modelo del superhombre nietzschiano debía individualizarse en los héroes de la novela ochocentista de folletín, en el Conde de Montecristo, en Athos, en Rodolfo de Gerolstein o (generosa concesión) en Vautrin.

Si bien la relación parece peregrina, refleja el hecho de que siempre ha sido típico de la cultura de masas hacer fulgurar ante la vista de los lectores, a los que se pide una disciplinada «medianía», la posibilidad de que -dadas las condiciones existentes, y precisamente merced a ellas- pueda florecer un día, de la crisálida de cada uno de nosotros, un Übermensch. El precio a pagar consiste en que este Übermensch se ocupe de una infinidad de pequeños problemas, conservando al propio tiempo el orden fundamental de las cosas: es el pequeño vicio reformista del Rodolfo de Los misterios de París, y del ello no se habían dado cuenta sólo Marx y Engels sino también -en la misma época- Belinski y Poe, en dos reseñas que parecen seguir extrañamente las huellas de la polémica de la Sagrada Familia.

Creemos poder distinguir al Superhombre típico de la cultura de masas actual, el Superman de las historietas ilustradas, y creemos poder establecer que este héroe superdotado emplea sus fabulosas posibilidades de acción para realizar un ideal de absoluta pasividad, reenunciando a todo proyecto que no haya sido homologado previamente por los catadores del buen sentido oficial, convirtiéndose en ejemplo de una honrada conciencia ética, desprovista de toda dimensión política: Superman no aparcará nunca su coche en zona prohibida ni organizará nunca una revolución. Si recordamos bien, de los Übermenschen mencionados por Gramsci, el único dotado de conciencia política y que se propone alterar el orden de las cosas, es José Balsamo, de Dumas. Pero, cuidado, Balsamo, alias Cagliostro, que sólo utiliza sus múltiples vidas para acelerar los días de la Revolución francesa, empeñado en organizar sectas de iluminados y reuniones míticas de francmasones o en urdir tramas galantes para crear incomodidades a María Antonieta, olvida simplemente redactar la Enciclopedia o incitar a la toma de la Bastilla (dos hechos, uno de cultura de masas y el otro de organización de las masas).

Al otro lado de la barricada tenemos al superhombre propuesto por el crítico apocalíptico: superhombre que opone el rechazo y el silencio a la banalidad imperante, nutrido por la desconfianza total en cualquier acción que pueda modificar el orden de las cosas. Expuesta la superhumanidad como mito nostálgico (cuyas referencias históricas no se precisan), se formula aquí también, al fin y al cabo, una invitación a la pasividad. La integración, arrojada por la puerta, vuelve a entrar por la ventana.

Pero este mundo, que unos pretenden rechazar y otros aceptan e incrementan, no es un mundo para superhombres. Es también el nuestro. Nace con el acceso de las clases subalternas al disfrute de los bienes culturales y con la posibilidad de producir estos últimos mediante procedimientos industriales. El universo de las comunicaciones de masas –reconozcámoslo o no- es nuestro universo; y si queremos hablar de valores, las condiciones objetivas de las comunicaciones son aquellas aportadas por la existencia de periódicos, de la radio, de la televisión, de la música grabada y reproducible, de las nuevas formas de comunicación visual y auditiva. Nadie escapa a estas condiciones, ni siquiera el virtuoso que, indignado por la naturaleza inhumana de este universo de la información transmite su propia protesta a través de los canales de la comunicación de masa, en las columnas del periódico de gran tirada o en las páginas del folleto impreso en linotipia y distribuido en los quioscos de las estaciones.

Al tipo apocalíptico recalcitrante se deben algunos conceptos fetiche. Y los conceptos fetiche tienen la particularidad de obstaculizar el discurso, anquilosando el coloquio al convertirlo en un acto de reacción emotiva. Examinemos el concepto fetiche de industria cultural. Nada tan dispar a la idea de cultura (que implica un sutil y especial contacto de almas) como la de industria (que evoca montajes, reproducción en serie, circulación extensa y comercio de objetos convertido en mercancía). Evidentemente, el miniaturista medieval que confeccionaba las imágenes del libro de horas para su cliente se hallaba inmerso en una relación artesana: cada imagen, si por un lado remitía a un código de creencias y convenciones por otro iba dirigida al destinatario único, estableciendo con él una relación precisa. Pero en cuanto surge la posibilidad de imprimir xilográficamente páginas de una biblia reproducible en varios ejemplares, se produce un hecho nuevo. Una biblia que se reproduce en varias copias cuesta menos y puede llegar a más personas. ¿Una biblia que se vende a más personas, no será acaso una biblia menor? Y entonces se la llamará biblia pauperum. Por otra parte, el factor externo (capacidad de difusión y precio) influye también sobre la naturaleza del producto: el dibujo se adaptará a la comprensión de un público más vasto pero menos ilustrado. ¿No será más apropiado unir el dibujo al texto con un juego de compaginación que nos recuerda el cómic? La biblia pauperum comienza a sujetarse a una condición que alguien, siglos después atribuirá a los modernos medios de masas: la adecuación del gusto, y del lenguaje, a la capacidad receptiva media.

Posteriormente Gutenberg inventa los caracteres móviles, y nace el libro. Un objeto de serie que debe uniformar el propio lenguaje a las posibilidades receptivas de un público alfabetizado, que (merced precisamente al libro, y cada día en mayor medida) es más vasto que el del manuscrito. Y no sólo esto: el público, al crear un público, produce lectores que, a su vez, van a condicionarlo.

Véanse las primeras estampas populares del siglo XVI, que en un plano laico y sobre bases tipográficas más perfeccionadas desempeñan un papel semejante al de la biblia pauperum. Fueron estampadas por tipografías menores, a petición de libreros ambulantes y vendedores de feria para ser vendidas al pueblo en plaza y mercados. Epopeyas caballerescas, lamentaciones sobre hechos políticos o de crónica, sátiras, chascarrillos, burlas. Están mal impresas, a menudo no mencionan fecha y el lugar, porque ostentan ya la primera característica de la cultura de masas, ser efímeros. También del producto poseen la connotación primaria: ofrecen sentimientos y pasiones, amores y muerte presentados ya en función del efecto que deben producir. Los títulos de estas historias contienen ya asimismo su dosis de publicidad y el enjuiciamiento explícito sobre el hecho preanunciado, el consejo casi de cómo disfrutar de ellos. Danese Ugieri, obra hermosa y agradable de armas y de amores, impresa de nuevo y corregida con la muerte del gigante Mariotto que no se halla en las anteriores. Por no mencionar las imágenes, creadas a nivel de un estándar gracioso, pero fundamentalmente modestos, tendentes a la presentación de efectos violentos, como en los folletines y los cómics. Evidentemente, no se puede hablar de cultura de masas en el sentido en que hoy la entendemos: eran otras las circunstancias históricas, distinta la relación entre los productores de estas estampas y el pueblo, diferente la división entre cultura docta y cultura popular, pues cultura fue en el sentido etnológico de la expresión. Se vislumbra ya sin embargo que la reproducción en serie, y el hecho de que los clientes aumentasen en número y se ampliasen en cuanto a rango social, tendía una red de condiciones capaces de caracterizar a fondo estos librillos, y de crear un género propio con particular sentido de lo trágico, de lo heroico, de lo moral, de lo sagrado, del ridículo, adecuados al gusto y al ethos de un «consumidor medio», medio entre los bajos. Difundiendo entre el pueblo las normas de una moral oficial, esta literatura realizó una obra de pacificación y de control, favoreció la eclosión del humor y procuró en definitiva material de evasión. A fin de cuentas, sin embargo, sostuvo la existencia de una categoría popular de «literatos», y contribuyó a la alfabetización de su público.

Luego, se sucede la impresión de las primeras gacetas, y con el nacimiento del periódico, la relación entre condicionamiento externo y hecho cultural se precisa aún más. ¿Qué es un periódico sino un producto, formado por un número determinado de páginas, obligado a salir una vez al día, y en el que las cosas dichas no serán determinadas tan sólo por las cosas a decir (según una necesidad absolutamente interior), sino también por el hecho de que una vez al día deberá decir lo suficiente como para llenar esa cantidad de páginas? En este punto, nos hallamos ya de lleno en la industria cultural. Que se nos presenta como un sistema de condicionamientos con los que todo operador de cultura deberá contar, si quiere comunicarse con sus semejantes. Si desea realmente comunicarse con los hombres, porque ahora todos los hombres han pasado a ser sus semejantes, y el difusor de cultura ha dejado de ser el funcionario de un destinatario para convertirse en «funcionario de la humanidad». Ocupar una posición dialéctica, activa y cómplice, respecto a los condicionamientos de la industria cultural, se ha convertido para el operador de cultura en el único medio con el que poder cumplir su función.

No es casual la concomitancia entre civilización del periódico y civilización democrática, nacimiento de la igualdad política y civil, época de las revoluciones burguesas. Pero, por otra parte, no es tampoco casual que quien dirige a fondo y con coherencia la polémica contra la industria cultural, sitúe el mal no en la primera emisión de televisión, sino en la invención de la imprenta; y, con ella, en las ideologías del igualitarismo y de la soberanía popular. De hecho, el empleo indiscriminado de un concepto fetiche como el de «industria cultural» implica, en el fondo, la incapacidad misma de aceptar estos acontecimientos históricos, y -con ellos- la perspectiva de una humanidad capaz de operar sobre la historia.

Como han señalado Pierre Bourdieu y Claude Passeron "parece claro que la profecía «massmediatica» encuentra sus auténticas raíces no como quieren hacer creer, en el descubrimiento anticipado de nuevos poderes, sino en una visión pesimista del hombre, de este Antropos eterno, dividido entre Eros y Tanatos, y lanzado a definiciones negativas. Suspensos entre la nostalgia de un verde paraíso de civilizaciones infantiles y la esperanza desesperada de un mañana apocalíptico, los profetas en cuestión nos ofrecen la imagen desconcertante de una profecía balbuceante y al propio tiempo tronante, pues no sabe escoger entre el proclamado amor hacia las masas amenazadas por la catástrofe y el secreto amor por la propia catástrofe».

A partir del momento en que, por el contrario, la industria cultural es aceptada correctamente como un sistema de condicionamientos conexos a los fenómenos antes citados, el razonamiento escapa al terreno de las generalidades para articularse en los dos planos complementarios de la descripción analítica de los diversos fenómenos y de su interpretación en el contexto histórico en que aparecen. El sistema de la industria cultural extiende una red tal de condicionamientos recíprocos, que incluso la idea de cultura se ve afectada. Si la expresión «cultura de masas» es un híbrido impreciso en el que no se sabe qué significa cultura ni qué se entiende por masa, queda claro, no obstante, que llegados a este punto no es posible pensar en la cultura como en algo que se articula según las imprescindibles e incorruptas necesidades de un Espíritu que no viene históricamente condicionado por la existencia de la cultura de masas. A partir de este momento, incluso la noción de «cultura» exige una reelaboración y una reformulación; por igual motivo que, cuando se ha afirmado que la historia es hecha concretamente por los hombres empeñados en resolver sus propios problemas económicos y sociales (y por todos los hombres, en relación de oposición dialéctica entre clase y clase), ha tenido que articularse de forma también distinta la idea de una función del hombre de cultura.

«Cultura de masas» se convierte entonces en una definición de índole antropológica (del tipo de definiciones como «cultura bantú»), apta para indicar un contexto histórico preciso (aquel en el que vivimos) en el que todos los fenómenos de comunicación -desde las propuestas de diversión evasiva hasta las llamadas hacia la interioridad- aparecen dialécticamente conexos, recibiendo cada uno del contexto una calificación que no permite ya reducirlos a fenómenos análogos surgidos en otros períodos históricos.

Queda claro, pues, que la actitud del hombre de cultura, ante esta situación, debe ser la misma que la de aquel otro que ante el sistema de condicionamientos «era del maquinismo industrial» no se ha planteado el problema de cómo volver a la naturaleza, es decir a antes de la industria, sino que se ha preguntado en qué circunstancias la relación del hombre con el ciclo productivo reduce al hombre al sistema, y hasta qué punto es preciso elaborar una nueva imagen del hombre con relación al sistema de condicionamientos; un hombre no liberado de la máquina pero «libre con relación a la máquina».

No hay nada ahora que impida una investigación concreta sobre fenómenos como la difusión de las categorías fetiche. Y entre las más peligrosas debemos señalar las de «masa» y «hombre masa».

Merece la pena recordar la ascendencia histórica de esta contraposición maniquea entre la soledad, la lucidez del intelectual y la torpeza del hombre masa. Raíces que no se encuentran en La Rebelión de las masas ni en las Consideraciones inactuales, sino en la polémica de aquellos que de un tiempo a esta parte estamos habituados a recordar como «Bruno Bauer y consortes», aquella corriente de jóvenes hegelianos que está a la caza del Allgemeine Literaturzeitung.

«El peor testimonio en favor de una obra es el entusiasmo con que la masa la recibe. Todas las grandes empresas de la historia han sido hasta ahora fundamentalmente frustradas y privadas de éxito efectivo porque la masa se ha interesado y entusiasmado con ellas. El espíritu sabe ahora dónde buscar a tu adversario único: en las frases, en las autoilusiones, en la falta de nervio de las masas.» Son frases escritas en 1843, pero podrían considerarse actuales y suministrarían material para un notable elzevirio sobre la cultura de masas. Entiéndase bien, no queremos negar a nadie el derecho a elaborar una oposición entre el Espíritu y la Masa, a opinar que la actividad cultural debe ser definida en estos términos, y a dar testimonio de estos males de forma que inspiren el máximo respeto. Únicamente sostenemos que es útil que se aclaren las ascendencias y se ilumine el lugar histórico de una polémica a la que el advenimiento macroscópico de la sociedad de masas debía prestar nuevo vigor.

Buena parte de las formulaciones pseudomarxistas de la escuela de Frankfurt, por ejemplo, delatan su parentesco con la ideología de la «sagrada familia» baueriana y de los movimientos colaterales. Incluida la persuasión de que el pensador (el «crítico») no podrá ni deberá proponer remedios, sino, como mucho, dar testimonio de su propio disentimiento: «La crítica no constituye ningún partido, no quiere poseer ningún partido para sí, sino hallarse sola, sola cuando se sumerge en su objeto, sola cuando se contrapone a él. Se distancia de todo. Cualquier nexo es para ella una cadena». Siguiendo esta tónica, el cuaderno VI de la Allgemeine Literaturzeitung coincide con lo manifestado por Koeppen en la Norddeutsche Blaetterne del 11 de agosto de 1944, respecto del problema de la censura: «La crítica está por encima de los afectos y los sentimientos, no conoce amor ni odio por cosa alguna. Por este motivo, no se sitúa contra la censura para luchar con ella. La crítica no se extravía en los hechos y no puede extraviarse en los hechos: es por tanto un contrasentido pretender de ella que aniquile a la censura, y que procure a la prensa la libertad que le pertenece». Ante tales muestras, es lícito traer a colación las afirmaciones de Horkheimer, formuladas un siglo más tarde, en polémica con una cultura pragmatística, acusada de desviar y consumir las energías, necesarias a la reflexión, en la formulación de los programas activistas, a los que él opone un «método de la negación». No en vano, un estudioso de Adorno, tan afectuoso y consciente como Renato Solmi, vio en este autor una tentación especulativa, una «crítica de la praxis» con la que el razonamiento filosófico evita detenerse en las condiciones y modos concretos de aquel «traspaso», que el pensamiento debería individualizar en una situación en el preciso momento en que la somete a una crítica radical. El propio Adorno, por su parte, concluía su Minima Moralia definiendo la filosofía como la tentativa de considerar todas las cosas desde el punto de vista de la redención, revelando el mundo en sus interioridades, como aparecerá un día a la luz mesiánica: pero en esta actividad el pensamiento incurre en una serie de contradicciones, tales que, debiéndolas soportar lúcidamente todas, «la exigencia que así se le formula, la cues­tión de la realidad o irrealidad de la redención, se vuelve casi indiferente» .

Puede objetarse, claro está, que la respuesta que Marx dio a Bruno Bauer era: las masas, en cuanto adquieran conciencia de clase, pueden tomar sobre sí la dirección de la historia y colocarse como única y real alternativa a vuestro «Espíritu» , mientras que la respuesta que la industria de la cultura de masas da implícitamente a sus acusadores es: la masa, superadas las diferencias de clase, es ya la protagonista de la historia y por tanto su cultura, la cultura producida por ella y por ella consumida, es un hecho positivo . Y es precisamente en estos términos que la función de los apocalípticos tiene validez propia, al denunciar que la ideología optimista de los integrados es de mala fe y virtualmente falsa. Pero lo es precisamente porque el integrado, al igual que el apocalíptico, asume con máxima desenvoltura -cambiando sólo el signo algebraico- el concepto fetiche de «masa». Produce para la masa, proyecta una educación de masa y colabora así a la reducción de los auténticos temas de masa.

Que más tarde dichas masas entren o no en el juego, que realidad posean un estómago más resistente de lo que sus manipuladores creen, que sean capaces de ejercitar la facultad de discriminación sobre los productos que les son ofrecidos para consumo, que sepan resolver en estímulos positivos, dirigiéndolos a usos imprevistos, mensajes emitidos con intención muy diversa, es problema de distinta índole. La existencia de una categoría de operadores culturales que producen para las masas, utilizando en realidad a las masas para fines de propio lucro en lugar de ofrecerles realizaciones de experiencia crítica, es un hecho evidente. Y la operación cultural debe enjuiciarse de acuerdo con las intenciones que exterioriza y por la forma en que estructura sus mensajes. Pero, al juzgar estos fenómenos, el apocalíptico (que nos ayuda a hacerlo), debe siempre oponer la única decisión que él no acepta, la misma que Marx oponía a los teóricos de la masa: «Si el hombre es formado por las circunstancias, las circunstancias deben volverse humanas».

Aquello que, por el contrario, se reprocha al apocalíptico es no intentar nunca, en realidad, un estudio concreto de los productos y de las formas en que verdaderamente son consumidos. El apocalíptico, no sólo reduce los consumidores a aquel fetiche indiferenciado que es el hombre masa, sino que -mientras le acusa de reducir todo producto artístico, aun el más válido, a puro fetiche- él mismo reduce a fetiche el producto de masa. Y en lugar de analizarlo caso por caso para hacer que emerjan sus características estructurales, lo niega en bloque. Cuando lo analiza, traiciona una extraña propensión emotiva y manifiesta un complejo no resuelto de amor-odio, hasta tal punto que surge la sospecha de que la primera y más ilustre víctima del producto de masas sea el propio crítico.

Es éste uno de los fenómenos más curiosos y apasionados de aquel fenómeno de industria cultural que es la crítica apocalíptica de la industria cultural. Como la manifestación mal disimulada de una pasión frustrada, de un amor traicionado; más aún, como la exhibición neurótica de una sensualidad reprimida, semejante a la del moralista que, denunciando la obscenidad de una imagen, se detiene así larga y voluptuosamente en el inmundo objeto de su desprecio, traicionando con este gesto su auténtica naturaleza de animal carnal y concupiscente.

La situación conocida como «cultura de masas» tiene lugar en el momento histórico en que las masas entran como protagonistas en la vida social y participan en las cuestiones públicas. Estas masas han impuesto a menudo un ethos propio, han hecho valer en diversos períodos históricos exigencias particulares, han puesto en circulación un lenguaje propio, han elaborado, pues proposiciones que emergen desde abajo. Pero, paradójicamente, su modo de divertirse, de pensar, de imaginar, no nace de abajo: a través de las comunicaciones de masa, todo ello le viene propuesto en forma de mensajes formulados según el código de la clase hegemónica. Tenemos, así, una situación singular: una cultura de masas en cuyo ámbito un proletariado consume modelos culturales burgueses creyéndolos una expresión autónoma propia. Por otro lado, una cultura burguesa –en el sentido en que la cultura ‘superior' es aún la cultura de la sociedad burguesa de los últimos tres siglos- identifica en la cultura de masas una ‘subcultura' con la que nada la une, sin advertir que las matrices de la cultura de masas siguen siendo las de la cultura ‘superior'.

A poco que reflexionemos, deberá parecemos monstruosa la situación de una sociedad cuyas clases populares obtiene sus oportunidades de evasión, de identificación y de proyecciones, a partir de la transmisión televisada de una pochade ochocentista en la que se representan costumbres de la alta burguesía de fin de siglo. El ejemplo es extremo, pero refleja una situación habitual. Desde los modelos estelares del cine, los protagonistas de novelas de amor, incluidas las emisiones de televisión para la mujer, la cultura de masas representa y propone casi siempre situaciones humanas que no tienen ninguna conexión con situaciones de los consumidores, pero que continúan siendo para ellos situaciones modelo. En este ámbito, pueden darse fenómenos que escapen a todo encasillamiento teórico. Proponed en una emisión publicitaria el modelo de una mujer joven, refinada, que debe emplear el aspirador Tal, con el fin de no estropearse las manos y mantenerlas hermosas y cuidadas. Mostrad esta imagen a la habitante de una zona subdesarrollada para la que, no el aspirador sino incluso una casa a la que poder quitar el polvo, constituye aún un mito inalcanzable. Sería fácil deducir la idea de que para esta última, la imagen es un puro fantasma procedente de un mundo que no le atañe. Pero algunas observaciones sobre las reacciones de la población ante el estímulo televisivo nos inducen a pensar que en muchos de estos casos la reacción del espectador es de tipo activo y crítico: ante la revelación de un mundo posible, y todavía no actual, nace un movimiento de rebelión, una hipótesis operativa, lo que equivale a un juicio.

He aquí un caso de interpretación del mensaje según un código que no es aquel de quien lo comunica. Este caso basta para poner en discusión las nociones de «mensaje masificante», «hombre masa» y «cultura de evasión».

De parecido modo, la preocupante paradoja de una cultura para las masas que proviene de arriba en lugar de surgir de abajo, no permite aún definir en términos definitivos el problema: en el ámbito de esta situación, los éxitos son imprevisibles y a menudo contradicen las premisas y las intenciones. Toda definición del fenómeno en términos generales corre el riesgo de ser una nueva contribución a aquel carácter genérico típico del mensaje de masa.

Intentemos, ahora, articular de modo diverso el punto de vista. El ascenso de las clases subalternas a la participación (formalmente) activa en la vida pública, el ensanchamiento del área de consumo de las informaciones, ha creado la nueva situación antropológica de la «civilización de masas». En el ámbito de dicha civilización, todos los que pertenecen a la comunidad pasan a ser, en diversa medida, consumidores de una producción intensiva de mensajes a chorro continuo, elaborados industrialmente en serie y transmitidos según los canales comerciales de un consumo regido por la ley de la oferta y la demanda. Una vez definidos estos productos en términos de «mensaje» (y cambiada con cautela la definición de una «cultura de masas» por la de «comunicaciones de masas», mass media o medios de masa), es necesario un análisis de su estructura, que no debe sólo limitarse a la forma del mensaje, sino definir también en qué medida la forma es determinada por las condiciones objetivas de la emisión –que, a su vez, determina el significado del mensaje, las capacidades de información, las cualidades de propuesta activa o de pura reiteración de lo ya dicho-. En segundo lugar, establecido ya que estos mensajes se dirigen a una totalidad de consumidores difícilmente reducibles a un modelo unitario, se deberá establecer por vía empírica las diferentes modalidades de recepción según la circunstancia histórica o sociológica, y de las diferenciaciones del público. En tercer lugar (y por ello competirá a investigación histórica y a la formulación de hipótesis políticas), establecer, por consiguiente, en qué medida la saturación de varios mensajes puede colaborar realmente a imponer un modelo de hombre-masa, examinando qué operaciones son posibles en el ámbito del contexto existente, y cuáles, por el contrario, exigen distintas condiciones de base.

Toda modificación de los instrumentos culturales en la historia de la humanidad se presenta como una profunda puesta en crisis del ‘modelo cultural' precedente, y no manifiesta su alcance real si no se considera que los nuevos instrumentos operarán en el contexto de una humanidad profundamente modificada, ya sea por las causas que han provocado la aparición de aquellos instrumentos, ya por el uso de los propios instrumentos.

Valorar la función de la imprenta condicionándola a las medidas de un modelo de hombre típico de una civilización basada en la comunicación oral y visual es un gesto de miopía histórica y antropológica que no pocos han cometido. El procedimiento a adoptar es distinto y el camino a seguir es el que nos ha mostrado Marshall McLuhan en su The Gutenberg Galaxy, obra en que intenta delimitar los elementos de un nuevo «hombre gutenbergiano», con su sistema de valores, respecto al cual se configura la nueva fisonomía adoptada por la comunicación cultural. Algo semejante ocurre con los mass media: se los juzga midiendo y comparando el mecanismo y los efectos con el modelo de hombre del Renacimiento, que evidentemente (si no por otras, a causa de los mass media, y también de los fenómenos que han hecho posible el advenimiento de los mass media) no existe ya.

Es evidente, por el contrario, que deberemos discutir los distintos problemas partiendo del supuesto, histórico y antropológico-cultural a la vez, de que con el advenimiento de la era industrial y el acceso al control de la vida social de las clases subalternas, se ha establecido en la historia contemporánea una civilización de mass media, de la cual se discutirán los sistemas de valores y respecto a la cual se elaborarán nuevos modelos eticopedagógicos. Todo esto no excluye el juicio severo, la condena, la postura rigurosa: pero ejercitados respecto del nuevo modelo humano, no en nostálgica referencia al antiguo.


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